sábado, 9 de enero de 2010

A SOLAS



De Amparo Clement, Valencia, España

Dolores era una de esas mujeres de edad imprecisa. Aunque ya no era joven, su rostro poseía un atractivo peculiar, con grandes ojos negros y labios carnosos. Aquélla mañana se había levantado con especial mal humor, y mientras se observaba en el espejo del cuarto de baño, pensaba que la vida había sido injusta con ella al no encontrar un hombre a quien amar y que la amase.

Se miró de frente y de perfil, se atusó el cabello y frunció el entrecejo. "No soy tan fea", pensó, "tal vez la nariz demasiado grande". Permaneció unos minutos contemplando su imagen fijamente, cuando sintió una súbita oleada de calor. Salió del baño y entró en su dormitorio, abriendo la ventana para que entrase un poco del aire fresco de la mañana. Se desprendió de la bata y se echó sobre la cama, fijando la mirada en un punto del techo. Extendió el brazo para alcanzar el abanico que tenía sobre la mesita de noche. Aquel calor la estaba sofocando." ¡Ay, señor! ", suspiró, "lo que daría por tener un hombre a mi lado".

Soltó el abanico de golpe sobre la cama y se quedó inmóvil, escuchando su respiración, que por segundos parecía cada vez más agitada. Notó un hormigueo que comenzaba a recorrerle el cuerpo, subiendo por sus piernas hasta los senos que se movían acompasados a la respiración. Sin pensarlo más se quitó la ropa interior con un movimiento rápido, centrándose en su propia desnudez. Cada poro de su anatomía rezumaba sudor, y su mente comenzó a fantasear.

Alguien irrumpía en mitad de la noche en su habitación, no podía verle el rostro, pero ella intuía que era alguien de hermosas facciones y cuerpo musculado. Alguien que, sin mediar palabra alguna, le arrancaba la ropa y le hacía el amor con fiereza.
Dolores cerró los ojos y se entregó sin remedio a aquel frenesí que la dominaba, sintiéndose flotar en un mar ardiendo. Sus manos recorrían su propio cuerpo imaginando que eran las de su amante nocturno, un amante que le abría las piernas y le mostraba su masculinidad vigorosa, para poseerla inmediatamente. Y mientras, ella, entre gemidos, se dejaba hacer, deseando que aquél encuentro imaginario no acabase nunca.

Se debatía entre jadeos, al tiempo que con su mano alcanzaba el orgasmo, sacudiendo su cuerpo con temblores rítmicos. Poco a poco, Dolores se fue recobrando y tomando nuevamente conciencia de su entorno y su realidad. El sofoco iba desapareciendo, y con él la imagen de aquel amante ilusorio, cómplice de sus delirios en solitario.

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