CGT convoca concentración ante el Banco de España
Asaltos nocturnos, centros de detención ocultos, la “Cárcel Negra” y los perros de la guerra en Afganistán.
Una tranquila noche de invierno del pasado año en la ciudad afgana de Khost, un joven empleado del gobierno de nombre Ismatullah se esfumó, sencillamente. Se le había visto en el bazar de la ciudad con un grupo de amigos. Sus familiares estuvieron registrando durante días las polvorientas calles de Khost.
Los patriarcas de la ciudad contactaron con los comandantes talibanes en la zona que solían secuestrar a trabajadores del gobierno, pero nunca habían oído hablar del joven. Hasta el gobernador se implicó en la búsqueda, ordenando a su policía que investigara entre las peligrosas bandas criminales que en ocasiones acosaban y cazaban a jóvenes asiduos al bazar para pedir luego un rescate.
Pero la búsqueda no dio fruto alguno. La primavera y el verano llegaron y se fueron y no hubo señal alguna de Ismatullah. Un día, mucho después de que la policía y los patriarcas de la aldea hubieran abandonado su búsqueda, un correo entregó una pulcra nota escrita a mano en el puesto de la Cruz Roja que estaba cerca de la vivienda de su familia.
En ella, Ismatullah informaba de que se encontraba en Bagram, una prisión estadounidense situada a más de 320 kilómetros de distancia. Las fuerzas estadounidenses le habían capturado cuando iba desde el bazar camino de su casa, afirmaba la tersa carta y no sabía cuando le liberarían.
En algún momento de los últimos años, los aldeanos pastunes de la escarpada zona central de Afganistán empezaron a perder la fe en el proyecto de EEUU. Y muchos de ellos pueden señalar el momento preciso de esa transformación, que normalmente se produjo a altas horas de la noche, cuando la mayor parte del país se encontraba dormido.
En el hermético proceso de detenciones implementado por EEUU, habitualmente se arresta a los sospechosos en la oscuridad, enviándoles después a una de las áreas de detención establecidas en las bases militares, a menudo por la más ligera sospecha y sin conocimiento de sus familias.
Este proceso ha conseguido crear incluso más miedo y odio en Afganistán que los ataques aéreos de la coalición. Los asaltos y detenciones nocturnos, poco conocidos fuera de esas aldeas pastunes, han ido poniendo poco a poco a los afganos contra las mismas fuerzas que saludaron como liberadoras hace tan sólo unos años.
Una oscura noche de noviembre
Era el 19 de noviembre de 2009, a las 03,15 horas de la madrugada. Una fuerte explosión despertó a los aldeanos de una arbolada zona de las afueras de la ciudad de Ghazni, una ciudad de antiguos orígenes del sur del país. Un equipo de soldados estadounidenses dinamitó la puerta principal de la casa de Majidullah Qarar, el portavoz del ministro de agricultura.
Qarar se encontraba en Kabul en aquellos momentos, pero sus parientes estaban en casa, cuatro de ellos dormían en la habitación para invitados de la familia. Uno de ellos, Hamidullah, que vende zanahorias en el bazar local, corrió hacia la puerta de la zona de invitados.
Inmediatamente le dispararon, pero se las arregló para arrastrarse hacia adentro, dejando un reguero de sangre tras él. Después, Azim, panadero, se lanzó corriendo hacia su primo herido. También le dispararon y se dobló contra el suelo.
Los dos hombres atacados le gritaron a los dos familiares que quedaban en la habitación que se quedaran allí, pero ellos –niños ambos- no se atrevieron ni a moverse y se quedaron paralizados y callados en sus camas muertos de miedo.
Los soldados extranjeros, la mayoría de ellos con barba y tatuajes, se dirigieron a la zona principal. Tiraron las ropas por el suelo, haciendo añicos la vajilla y forzando los armarios. Finalmente, encontraron al hombre que buscaban: Habib-ur-Rahman, programador de ordenadores y empleado del gobierno. Rahman era el responsable de convertir Microsoft Windows en inglés al lenguaje pastún local para que las oficinas del gobierno pudieran utilizar el software. Había pasado un tiempo en Kuwait, y el traductor afgano que acompañaba a los soldados declaró que habían actuado a partir del chivatazo de que Rahman era miembro de al-Qaida.
Se llevaron descalzo a Rahman y a un primo suyo a un helicóptero que esperaba a una cierta distancia y les transportaron hasta una pequeña base estadounidense situada en una provincia vecina para interrogarles. Después de dos días, las fuerzas estadounidenses liberaron al primo de Rahman. Pero, desde entonces, a Rahman ni se le ha visto ni se sabe nada de él.
“Hemos llamado a su móvil pero no responde”, dice su primo Qarar, el portavoz del ministro de agricultura. Utilizando sus poderosos contactos, Qarar consiguió la ayuda de la policía local, de los parlamentarios, del gobernador e incluso del mismo ministro de agricultura en la búsqueda de su primo, pero no lograron que les dijeran nada.
Los funcionarios del gobierno que investigaron de forma independiente el escenario tras el asalto y que corroboraron las afirmaciones de la familia, presionaron también exigiendo una respuesta de por qué se había asesinado a dos miembros de la familia Qarar. Las fuerzas estadounidenses emitieron un comunicado diciendo que los muertos eran “combatientes enemigos que habían mostrado una intención hostil”.
Semanas después del asalto, la familia siente una gran amargura. “Todo el mundo en la zona sabía que éramos una familia que trabaja para el gobierno”, dice Qarar. “Rahman ni siquiera podía salir de la ciudad porque si los talibanes le pillaban en el campo le hubieran matado”.
Sin embargo, más allá de la pregunta de si Rahman era inocente o culpable, la forma en que fue capturado ha dejado un residuo de odio y rabia en su familia. “¿Por qué tenían que matar a mis primos? ¿Por qué tenían que destruir nuestra casa?”, pregunta Qarar. “Sabían donde trabajaba Rahman. ¿Es que no podían venir con una orden judicial durante el día? Habríamos obligado a Rahman a cumplirla”.
“Yo solía aparecer en televisión diciendo que la gente debía apoyar a este gobierno y a los extranjeros”, añade. “Pero estaba equivocado. ¿Por qué van a apoyarles? No me importa que me disparen por decir esto, porque sólo estoy diciendo la verdad”.
Los perros de la guerra
Los asaltos nocturnos son sólo el primer paso en el proceso de detención que EEUU lleva a cabo en Afganistán. Normalmente se envía a los sospechosos a una de entre las series de prisiones habilitadas en las bases militares estadounidenses por todo el país. Oficialmente hay nueve cárceles de ese tipo, denominadas en la jerga militar Campos de Detención. Son zonas pequeñas, a menudo tan sólo un puñado de celdas divididas por paneles de contrachapado, y se utilizan fundamentalmente para interrogar a los prisioneros.
En los primeros años de la guerra, esas áreas no eran sino lugares de paso para quienes enviaban a la prisión de Bagram, una instalación con una reputación infame de malos tratos y torturas. Como en los últimos años, el foco de la atención internacional cayó sobre Bagram, los guardianes empezaron a comportarse mejor y el maltrato de prisioneros empezó a perpetrarse en los menos conocidos Campos de Detención.
De los 24 ex prisioneros entrevistados para esta historia, 17 afirman haber sido torturados en esos lugares o en el camino hacia los mismos. Doctores, funcionarios del gobierno y la Comisión Independiente Afgana por los Derechos Humanos, una institución encargada de investigar las denuncias por abusos, corroboran doce de esas afirmaciones.
Uno de esos ex detenidos es Nur Agha Sher Khan, que era oficial de policía en Gardez, una ciudad de casas de adobe situada en la parte oriental del país. Según Sher Khan, fuerzas estadounidenses le detuvieron en un asalto nocturno en 2003 y le llevaron a un Campo de Detención en una base cercana de EEUU.
“Me interrogaron toda la noche”, recuerda, “pero no tenía nada que decirles”. Sher Khan trabajó para un comandante de policía al que las fuerzas estadounidenses habían detenido por sospechar que tenía vínculos con la insurgencia. De forma ocasional, había sido conductor de ese comandante, lo cual le convirtió en sospechoso a los ojos de los estadounidenses.
Los interrogadores le taparon los ojos, le taparon la boca y le encadenaron al techo, acusa. Ocasionalmente soltaban a un perro, que le mordía una y otra vez. En un determinado momento, le quitaron la venda de los ojos y le obligaron a arrodillarse sobre una larga barra de madera. Me ataron las manos a una polea por encima de mí y me empujaban adelante y atrás mientras la barra rodaba a través de mis espinillas. Yo no paraba de dar alaridos”.
Entonces le empujaban al suelo y le obligaban a tragar doce botellas de agua. “Dos tipos me abrían la boca y derramaban el agua por mi garganta hasta que el estómago se me llenaba y perdía el conocimiento. Era como si alguien me inflara”, dice. Cuando volvía en si tras el desmayo, no paraba de vomitar agua.
Esto continuó así toda una serie de días, algunas veces le colgaban boca abajo del techo, y otras veces le vendaban los ojos durante amplios períodos. Finalmente, le enviaron a Bagram, donde cesaron las torturas. Cuatro meses después, fue liberado silenciosamente con una carta de disculpa de las autoridades estadounidenses por haber encarcelado por error.
Una investigación del caso de Sher Khan por la Comisión Afgana Independiente por los Derechos Humanos y un doctor independiente hallaron que tenía heridas que se correspondían con el maltrato y torturas que afirma haber padecido.
Las fuerzas estadounidenses han declinado comentar nada de su caso, pero un portavoz dijo que algunos de los soldados implicados en las detenciones en esa parte del país habían recibido “castigos administrativos” no especificados. Añadió que “todos los detenidos son tratados humanamente”, excepto casos aislados.
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